Los paisajes agrarios históricos se fueron organizando, a lo largo del tiempo, de una forma jerárquica. En la base de la organización estarían las caserías, como unidades elementales de explotación agraria, de cuya agrupación resultarían las aldeas, constituyendo la suma de un determinado número de ellas las parroquias, y agrupándose finalmente éstas en concejos. Las explotaciones (pequeñas y en gran número) se adaptaban a las limitaciones impuestas por el medio natural. Los espacios de cultivo estaban vinculados en cada caso a los espacios de hábitat de los que dependían (las aldeas), cuya proliferación constituye uno de los rasgos distintivos del poblamiento  regional.

El primer elemento reseñable de los paisajes agrarios de la región, resultantes del proceso de organización del territorio en la etapa histórica,  es el poblamiento. Un poblamiento que, con mayores o menores transformaciones, ha perdurado hasta la actualidad en sus rasgos básicos (figura 1). El segundo componente paisajístico estaría representado por el terrazgo (figura 2 y figura 3), subdividible en permanente y temporal; el permanente estaba compuesto por los huertos, el terrazgo cerealista propio de cada aldea (las erías), los prados, cerrados como los huertos, y los sotos arbolados; el temporal, por su parte, lo constituían las rozas en el monte, zonas que se cultivaban temporalmente, asignadas a los vecinos mediante el sistema de "suertes", que recibían diferentes nombres a lo largo de la región.

El paisaje rural tradicional se completa, finalmente, con  el monte, entendido en un sentido amplio y no restringido solamente a las zonas arboladas. Se trató históricamente de un espacio de aprovechamiento extensivo, que contrastaba con el intensivo del terrazgo, y que era en gran parte de la región la base de la producción mercantil, esto es, de donde se podía obtener una producción para incorporar al mercado y obtener de este modo ingresos (ganadería). El monte era fundamentalmente un espacio de pastoreo extensivo, pero también podía contribuir a la alimentación del ganado menor durante la estabulación invernal (recogida de "la hoja"), de él se abastecían de leña hornos y hogares o aportaba la materia prima para la realización de diversas labores artesanales.

Todo esto se complementaba con un conjunto de infraestructuras comunitarias  (caminos, sendas, presas de riego, abrevaderos, refugios, cabañas, etcétera) que la propia comunidad, de forma colectiva, se ocupaba en conservar en buen estado.

El elemento natural que, en primer término, incidió en la organización del espacio agrario (y por extensión del territorio en un momento en el que las actividades agrarias dominaban de un modo casi absoluto) fue la topografía. La región asturiana se caracteriza, en términos generales, por la existencia de una topografía accidentada que supone la existencia de abundantes zonas con pendientes pronunciadas lo cual, por razones topográficas y edáficas, constituye un factor limitante para las prácticas agrarias; a esto hay que añadir la importante extensión que el bosque presentaba en la región como resultado del dominio de las temperaturas suaves y la abundante humedad, lo que suponía que el espacio cultivado debía crecer en la mayor parte de los casos a costa de aquel.

El terrazgo debió, consecuentemente, adaptarse a estos condicionantes, particularmente al representado por el relieve, de manera tal que nos encontramos con un dominio en la región de los terrazgos de escasa extensión. Una enorme cantidad de pequeños terrazgos limitados, generalmente, a los fondos de valle o a las laderas de escasa o media pendiente. Estos espacios de cultivo estaban vinculados en cada caso a unos espacios de hábitat de los que dependían (las aldeas), cuya proliferación constituye uno de los rasgos distintivos del poblamiento  regional.

Durante parte del siglo XIX y a lo largo del XX la región experimentó un crecimiento constante de las actividades productivas y de las infraestructuras de transporte, lo que supuso una progresiva jerarquización del conjunto de la región, pasando a depender todo el territorio del área urbano-industrial del centro de la región. Este proceso supuso un conjunto de cambios trascendentales para el espacio rural (figura 4 y figura 5).

Entre ellos cabe desatacar la transformación en la orientación productiva de las explotaciones, pasando del policultivo o poliproducción a la monoproducción, como consecuencia de la incorporación de las explotaciones en los nuevos circuitos comerciales de ámbito nacional. En este sentido, es interesante comparar la figura 3 y  figura 6, donde se observan los cambios experimentados en el sector de Viavélez entre 1957 y 1994.

Otras transformaciones significativas en el mundo rural asturiano están vinculadas al éxodo rural, o vaciamiento del campo, como consecuencia del desencadenamiento de las corrientes migratorias que tenían como destino básicamente las ciudades; una emigración que, al ser selectiva, incidiría en un aumento de los índices de vejez y en el desequilibrio de sexos, así como la configuración del espacio rural como una "reserva de suelo", destinada a satisfacer las necesidades (espaciales) que iban a plantear las ciudades y las industrias.

Esto supuso, en términos globales, la quiebra del funcionamiento histórico del espacio rural, y la incidencia sobre un amplio sector del campo asturiano de procesos de abandono y de invasión. El abandono no se limitó únicamente a la pérdida de efectivos demográficos y al consiguiente envejecimiento de la población rural; la disminución de la población en las aldeas suponía que el sistema de organización colectiva del espacio no se podía mantener ante la falta de la base social necesaria, debiendo tener presente también que este proceso coincide con la difusión de los modelos urbanos, con lo que ello implica de extensión de las pautas individualistas.

Esta situación no era compatible, lógicamente, con el modelo de organización económico y espacial tradicional, lo que forzaba, o bien a cambiar la orientación productiva de las explotaciones (especialización), no compatible con el modelo extensivo previo, o bien a que el modelo tradicional perviviera sólo de un modo marginal; en ambos casos la consecuencia sería un cambio en la organización del territorio, que implicaba el abandono del aprovechamiento de buena parte del mismo (el monte y las tierras más alejadas). Paralelamente, en las áreas más marginales de la región el abandono ha redundado en una progresiva degradación del caserío, cuyo punto culminante está representado por el reciente abandono de pueblos enteros y hasta la despoblación absoluta de algunas parroquias.

No todos los aspectos negativos que afectan al espacio rural asturiano se reducen al "abandono", y no sólo en él radica la pérdida del papel de la aldea como elemento vertebrador del espacio. También han influido, y no poco, los procesos de "invasión". El origen de los mismos radica precisamente en el papel de "reserva de suelo" adjudicado al espacio rural.

Varios son los aspectos en los que se concreta la ocupación del espacio rural al amparo de su condición de “reserva de suelo”. De un lado se ha producido una invasión residencial, de manera que partes del espacio rural han pasado a ser ocupadas, permanente o temporalmente, por personas que carecen de vinculación con el campo y con las actividades agroganaderas. Las consecuencias han sido un creciente consumo de suelo, un aumento de los conflictos sociales, una pérdida generalizada de los valores tradicionales y una clara agresión estética. Bien es cierto que, a este respecto, hay que señalar la existencia de notables variaciones de intensidad desde las partes más próximas a las ciudades a las más alejadas.

En segundo término la “invasión” está protagonizada por las actividades de producción (industrias, embalses, minas, repoblaciones forestales), también grandes consumidoras de suelo rural, y que se caracterizan porque escasamente se ha dado una integración  con las actividades preexistentes allí donde se han instalado (figura 7 y figura 8).

También las actividades recreativas (figura 9) han participado de la “invasión”, en unos casos conllevando la presencia de infraestructuras específicas (estaciones invernales, campos para prácticas deportivas diversas, instalaciones de clubes de distinta naturaleza...), y sin ser necesaria esta circunstancia en otras (senderismo, excursionismo, caza, pesca...), pero significando en todo caso la existencia de altos niveles de frecuentación.

 

Autor: Felipe Fernández García. Universidad de Oviedo